El siguiente texto fue leído por la familia de Carmen en la ceremonia previa a la recogida de sus cenizas. Agradecemos a Manolo que nos lo haya enviado.
A Carmen...
Mis palabras, Carmen, no son sólo mías, tú bien lo sabes, sino que brotan de los labios de cuantos estamos hoy rodeándote y arropándote con nuestra presencia, con nuestro cari-ño, con nuestras lágrimas. El cariño, Carmen, no es flor de un día, que nace y se va casi al instante. No. El cariño que te tenemos viene de orígenes más profundos. Tú sabes bien que hay dos maneras de obtener y retener el cariño de los demás. Una viene de la sangre, de la que te genera y de la que tú generas; y, sobre todo, de esa otra que encuentras un día y te unes a ella para multiplicarla. La otra manera consiste en ganarse el cariño a pulso, en el encuentro, en el día a día, en el roce, en el gesto, en las maneras de ser. Y tú has sabido hacerlo muy bien desde siempre, atenta, pendiente, tierna, despojada de ti para vestirte con los anhelos ajenos. Por eso, Carmen, estás hoy aquí tan rodeada, no por nuestro simple empeño, que es intrascendente, sino porque te tienes ganado nuestro cariño y, ya, nuestra nostalgia, de la que nadie será capaz de redimirnos.
Dicen, Carmen, que la energía ni se crea ni se destruye, que sólo se transforma. Y es verdad. Y tú has sido y eres prueba irrebatible de ello. Tu energía y tu fortaleza nos ha man-tenido en vilo en el curso de los últimos años, desde que se nos anunció que, pese a todo, eras frágil y nos necesitabas lo mismo que te necesitábamos. ¡Qué de veces te hemos oído eso de que hay que ver qué malos ratos nos estabas dando! Sí, buscando evaporarte, queriendo pasar desapercibida, no ser motivo de ninguna aflicción, que ella quedase encerrada solamente entre tus paredes. Esa energía tuya no ha quedado destruida, ni aniquilada, sino que se ha transformado y vive en cada uno de los que la hemos ido absorbiendo y persistirá mal que le pese al tiempo que dicen que todo lo borra, aunque tú serás imborrable.
Hay un lugar, Carmen, donde se quedan los que se van. Y ha sido así desde que el mundo es mundo. Se quedan, te quedas, Carmen, en el recuerdo, en nuestra memoria. Y vas a estar viviendo en ella en todos los pasos que has dado con nosotros. Que son y somos muchos. ¿Tendré que detallártelos, que deletrearlos? Entre esos muchos están tus compañeros y tus amigos, con los que has ido trabando desde niña y desde menos niña lazos imposibles de desbaratar, tan fuertemente anudados que aquí los ves, venidos todos a estar contigo, venidos algunos desde muy lejos porque no podían soportar que una brizna de tu recuerdo se la llevase el viento, que un resto de tu energía transformada se les perdiese y no les perviviese dentro.
Y están aquí tus hermanos, los de la sangre y los del encuentro, que para el caso te vale y nos vale igual. Bien lo sé porque tú en eso no has hecho distingos, ni apartes, sino que te has apuntado bien dispuesta a quererlos y a ser querida por ellos. Eso te llevas, Carmen, que ya es equipaje bien surtido. Y eso nos dejas en nuestra memoria, en nuestro recuerdo, que es aún más tesoro y del que no sé si merecemos poseerlo. Pero sí que será nuestra ilusión el conservarlo porque así te guardaremos muy muy dentro.
Y están tus hijos, Carmen. ¡Que vaya hijos! En ellos decidiste echar el resto. ¡Y bien que lo conseguiste! Que no te pese tu ausencia porque ya nos pesa a todos por ti y por ellos. Desde aquí te digo que estamos todos conjurados en el cariño (sí, de nuevo el cariño) para que nuestra compañía, nuestro abrazo, nuestro beso, les sirva cuando menos para ir aprendiendo de nuevo a andar, contigo susurrándole ánimos y con nosotros de la mano y atentos para cuando un vaivén de tu memoria se les haga demasiado cuesta arriba. A tu hija Carmen, de la que quizás ni sospecharas hasta dónde podían llegar los límites de su desconsuelo al verse sin ti. Y a tu hijo Manolito, para el que tendremos que confabularnos también desde el cariño a la hora de intentar explicarle lo inexplicable.
Y están tus padres, Carmen. ¿Qué te sabría decir de ellos que tú no sepas? Están entre dos fuegos. Aquel fuego dulce que encendieron para tenerte y el fuego frío que ahora los quema y para el que no saben ni sabemos hallar remedio. Pero se quedan también, y no me canso de repetirlo, con todos tus pasos intermedios, de hija a madre, y con ellos, de aquí en adelante, te irán reviviendo y manteniéndote a su lado.
Carmen, además de quedarte con nosotros fecundando y haciendo florecer nuestra memoria (que a nadie le vamos a permitir robarnos ese privilegio), van a poblar tus cenizas tus lugares queridos: tu mar gallego, allá donde abriste los ojos por vez primera a su belleza; y tu Alhambra, que te deslumbró por segunda vez y te dejó prendida a ella. Cuando los veamos en adelante, sabremos que tú eres ya un pedacito de ellos, que tu energía no se ha destruido sino que se ha transformado, contaminándolos de una nueva esencia y que, al menos para nosotros, serán más que un mar y un palacio maravillosos. Y lo serán sencillamente porque tú los pueblas.
Las palabras, Carmen, no son más que aire, pero algunas quedan. Y especialmente la de aquellos poemas que nos llegan al corazón. Los escribe alguien, se dan a conocer y enton-ces son de todos. Para ti quiero que sean algunos. El primero, como no podía ser de otra manera, de una mujer y de tu tierra gallega, de Rosalía de Castro, “Negra sombra”, considerado, dicen, como uno de los cantos más hermosos de Galicia.
NEGRA SOMBRA
Cando penso que te fuches,
negra sombra que me asombras,
ó pé dos meus cabezales
tornas facéndome mofa.
Cando maxino que es ida,
no mesmo sol te me amostras,
i eres a estrela que brila,
i eres o vento que zoa.
Si cantan, es ti que cantas,
si choran, es ti que choras,
i es o marmurio do río
i es a noite i es a aurora.
En todo estás e ti es todo,
pra min i en min mesma moras,
nin me abandonarás nunca,
sombra que sempre me asombras.
Y los siguientes son otros dos poemas que resumen y rezuman el amor. ¿Es que alguien estaba pensando que podía olvidarme de tu Manolo, Carmen? Al que conociste cuando apenas estabas echando el uso, no de la razón, pero sí del querer y del enamorarte, al que te has mantenido prendida, y él contigo, tantos años. Y más aún en los últimos, conde-nados los dos a quereros más por cuanto más os necesitabais, sin poder estar tú sin él ni él sin ti. De modo que ya de dejo, Carmen; te dejo con él. Que con él querrás estar; y él contigo. Te dejo leyéndote sus palabras, que ahora son sólo suyas y de ninguno de nosotros. Te dejo con sus palabras enamoradas. Son dos poemas que en su día escribió Luis Cernuda y que Manolo los ha hecho suyos para ti. En su nombre te los leo.
Si el hombre pudiera decir lo que ama
Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.
Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.
Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.
Contigo
¿Mi tierra?
Mi tierra eres tú.
¿Mi gente?
Mi gente eres tú.
El destierro y la muerte
para mi están adonde
no estés tú.
¿Y mi vida?
Dime, mi vida,
¿qué es, si no eres tú?